El rápido avance de la deforestación, la apropiación ilegal de baldíos, la ganadería, los cultivos de coca y la minería de aluvión en los últimos seis años, podrían llevarnos a concluir que la Amazonía colombiana está perdida. Y la paquidermia del Estado para luchar contra estos fenómenos aumenta el pesimismo. Expertos y habitantes de la región coinciden en afirmar que para detener la degradación de la Amazonía se necesita voluntad política, que poco se ha visto.
Y si bien hay algunos avances tendientes a frenar los motores de la deforestación, el desorden institucional reina a la hora de una política coherente para proteger la Amazonía. Un reciente ejemplo de ello fue la declaración de inconstitucional hecha por la Corte Constitucional de los delitos de apropiación y financiación ilegal de baldíos de la nación que había creado la Ley 2111 de 2021.
Mientras el Estado sigue sin construir una política integral y coherente que resguarde la Amazonía, las comunidades de la región han empezado acciones para protegerla. Pese a las dificultades, a las amenazas de grupos armados ilegales, a la estigmatización y a las trabas que ponen las administraciones locales y regionales, ellas han puesto en marcha proyectos para frenar los motores de deforestación. Alimentos hechos con frutos amazónicos, ecoturismo y rescate de las tradiciones ancestrales de las comunidades indígenas son algunos de estos emprendimientos.
Los habitantes de la Amazonía quieren mostrarle al país que es posible coexistir con la selva, que se puede vivir de ella sin destruirla, en otras palabras, que puede haber desarrollo sostenible. Sobre todo, quieren mostrar que la recuperación del tejido social que han roto los enemigos de la Amazonía es la base para su protección. Por eso, no es raro que los proyectos estén liderados por asociaciones campesinas, juntas de acción comunal y comunidades indígenas. En estas organizaciones sociales se encuentra el futuro de la Amazonía colombiana.
Dulfay Rodríguez Rodríguez: defensora de la tradición
Dulfay recuerda muy bien el momento en que su familia tuvo que huir de Puerto Santander, Amazonas, en 2005. Guerrilleros le habían dicho a su madre que por no entregar a su hija mayor a la organización debían abandonar la población en menos de 24 horas. Sin pertenencias, llegaron a Bogotá. Dulfay, la menor de cuatro hijas, tenía tan solo 8 años y a su corta edad había visto cómo la minería y los grupos armados ilegales atentaban contra la cultura y el tejido social de las comunidades indígenas amazónicas, en especial de la suya, la muinane nonuya.
El frío, el sentimiento de extrañamiento y las dificultades para practicar sus costumbres aburrieron a Dulfay y a su madre. Como no podían regresar a Puerto Santander, viajaron a Leticia para empezar una nueva vida en 2010. “Nos devolvimos por las costumbres, aquí en Leticia tenemos la posibilidad de comer nuestras comidas, de volver a nuestros orígenes, a los procesos de hacer nuestra maloca, a estar rodeados de la naturaleza... a lo que estamos acostumbrados desde niños”, dice ella.
Su madre es maloquera, la cuidadora y regente de una maloca, de la misma manera que lo fue su abuela. Dulfay nunca se deslumbró por la cultura de los blancos y, luego de vivir desplazada en Bogotá y alejada de sus costumbres, decidió seguir los pasos de su madre. Ahora, a sus 25, estudia para ser maloquera “porque me gusta mucho mi cultura, me gusta respirar el aire fresco del Amazonas y quiero ayudar a jóvenes a que amen la cultura sus raíces y a la madre tierra”.
Mamá e hija también fundaron la asociación Mujeres Triunfadoras Tejiendo Vida (Mutevi), una escuela de formación para jóvenes que “quieran mantener la lengua y las costumbres y evitar que mueran”. Dulfay cree que rescatar y fortalecer las tradiciones y el conocimiento ancestral de las culturas indígenas contribuye a preservar la Amazonía.
Las Caprichosas: el capricho de conservar
“Ser caprichosas significa ser unidas, siempre emprendedoras y luchadoras, como un capricho de verdad que sentimos de estar ahí en la lucha. Somos caprichosas para los proyectos, para trabajar, para lo que sea”, Martha Galeano.
“Ser caprichosa es continuar el legado de los fundadores que nombraron El Capricho a este pueblo porque era un capricho de ellos venir a pie desde lejanas tierras hasta acá. Ser caprichosas significa un capricho de estar aquí y seguimos siendo caprichosas porque continuamos acá cultivando la tierra”, Yolanda Montenegro.
“Ser caprichosa es ser terca como una mula, como decía mi mama, porque hay que intentar persistir y no darse por vencida. Somos caprichosas para cuidar la selva y pa’ dejarles algo bonito a las futuras generaciones”, Flor Matilde Acevedo León.
Martha, Yolanda y Flor son mujeres que viven en el corregimiento El Capricho, perteneciente a San José de Guaviare. Tienen 37, 54 y 46 años, respectivamente. Pese a la diferencia de edad, todas comparten una historia en común. Llegaron muy pequeñas con padres y madres al Guaviare en busca de tierras para sembrar y construir un futuro mejor. La crisis económica y las distintas bonanzas cocaleras las llevaron a ellas y a sus familiares a participar del negocio de la coca, pero pronto lo abandonaron por “malas experiencias”.
También ellas comparten una pasión por restaurar el bosque de la región para que vuelva a ser igual de frondoso a como era cuando llegaron y, así, dejarles, dice Flor, “un paraíso terrenal a las futuras generaciones”.
Ellas son las caprichosas, un grupo de mujeres campesinas que, en 2015, se unieron y fundaron la Asociación de Familias Productoras de El Capricho, Guaviare (Asofaprocagua), para comercializar productos que sembraban en sus fincas o alimentos que cocinaban. Pocos años después, el amor por la selva las llevó a incursionar en la forestería comunitaria. Ahora tienen un vivero de árboles amazónicos y han comenzado su microempresa en la que hacen productos alimenticios a base de frutos amazónicos como el azai. Ellas quieren demostrar que sí se puede vivir de la selva de manera sostenible.
Wendy Medina Ramos: cambiar la historia
San Vicente del Caguán es conocido por ser uno de los principales municipios ganaderos y lecheros del país, pero también por ser un territorio en donde las Farc mandaban. Todavía, siete años después de que la guerrilla entregó la armas, sus habitantes se sienten estigmatizados por el pasado que les impusieron y del que no son responsables. Esa mala fama es la que quieren cambiar los jóvenes de San Vicente del Caguán por medio del ecoturismo.
“Sí, es cierto que nosotros hemos sido estigmatizados durante años, pero por qué tiene que continuar la historia. Hoy tenemos que romper esas barreras y decir: ‘Hey, vamos a cambiar la historia, vamos a transformarla’”, dice Wendy Medina Ramos, una joven de 21 años que, a su corta edad, es la coordinadora de la Reserva Agroturística Refugio del Guará, una finca de 50 hectáreas perteneciente a sus padres y que hace unos años prefirieron conservarla en vez de talarla y dedicarla a la ganadería.
Wendy se siente orgullosa de su herencia ganadera y quiere que su municipio lo sigan conociendo como buen productor de carne y leche, sin embargo, es consciente de que esa economía no ha sido amable con la selva amazónica. Ella cree que el ecoturismo, la ganadería y la agricultura pueden convivir en San Vicente y que se pueden hacer sin acabar con los bosques.
En la finca, los turistas pueden hacer recorridos que duran hasta mediodía y acampar. Wendy y su familia quieren que sus 50 hectáreas sean santuario natural en donde especies en vía de extinción puedan vivir y procrearse. “Nosotros queremos que este territorio sea la casa del guatín que está en vía de extinción y, de hecho, ya lo hemos visto por aquí”.
Ella también instruye a otros finqueros para que entren al negocio del ecoturismo, que no talen más hectáreas de sus fincas y se ocupen en conservarlas. Es un trabajo duro, porque no es fácil “cambiarle la mentalidad a alguien que por décadas se ha dedicado a la ganadería y a tumbar árboles”, pero cree que puede lograrlo.
Horacio Cifuentes Olarte: guardián de los delfines rosados
En la selva profunda del Guaviare, al margen izquierdo del río del mismo nombre y luego de recorrer en lancha un caño cubierto por grandes árboles donde se ve pasar por entre sus ramas a familias enteras de micos, se llega a la laguna Damas de Nare, hogar de delfines rosados, un paraíso que pocos sospechan podría existir a 90 kilómetros de San José del Guaviare.
Alrededor de la laguna y en las riberas del caño habitan personas que decidieron dejar de deforestar y eligieron vivir del ecoturismo. Ahora ellos alquilan los cuartos de sus humildes casas, les dan comida a los turistas y les ofrecen recorridos en lancha a la laguna, de noventa hectáreas en forma de herradura, para que puedan divisar el paisaje selvático y a los delfines rosados.
Horacio Cifuentes Olarte es uno de ellos, un quindiano que llegó a la región hace 12 años, cuando su fábrica de zapatos, ubicada en el barrio Restrepo de Bogotá, quebró por culpa de “la globalización y el neoliberalismo”, como él dice. Llegó a una finca en la que sus antiguos dueños deforestaron unas hectáreas para sembrar coca, pero que fue fumigada cuatro veces, “uno no sabe qué era peor, que tumbaran para sembrar coca o que el Estado fumigara y envenenara este santuario natural”.
En esas hectáreas Horacio sembró plátano, una etapa a la que denomina “hermosa porque se dieron unos racimos mágicos de hasta dos arrobas, pero triste porque nunca fue rentable comercializarlos”. Tras su fracaso comercial, se unió a la Junta de Acción Comunal de Damas del Nare en un momento en que sus miembros tomaron la decisión de vivir del bosque de manera sostenible. Ahora él y sus vecinos crearon una empresa ecoturística y llevan a cabo campañas de reforestación de algunos lugares que han sido deforestados para evitar que los caños se sequen y la laguna se quede sin agua.
Horacio dice que Guaviare es su tierra, que vive en paz en ella y que no se irá, pase lo que pase, porque allá encontró paz y tranquilidad. “Esta tierra, en donde reina el jaguar, es mi hogar y será mi hogar hasta que me vaya de este mundo”.
Olmes Alonso Rodríguez: de cocalero a reforestador
La historia de vida de Olmes Alonso Rodríguez es similar a la de miles de colonos que han llegado a las tierras del Guaviare en busca de un mejor futuro. Él nació en un pueblo cundinamarqués llamado San Pedro de la Jagua. Con 17 años, siguió los pasos de sus hermanos mayores que hacía un tiempo se habían ido para allá. “Las oportunidades en los pueblitos de por allá eran muy pocas y mis hermanos me dijeron: ‘véngase que acá hay muy buen trabajo’”.
Llegó a Guaviare hace 27 años, el 25 de enero de 1995, en tiempos en que la coca era el negocio de moda y se dedicó a ser raspachín: “Éramos siete paisanos entre los 17 y 25 años que íbamos de chagra en chagra raspando coca”. Cuatro años después sembró coca y al poco tiempo aprendió “la química, es decir, sacarle a la hoja la pasta, porque ganaba mejor”.
Llegó el gobierno de Álvaro Uribe y “entró la erradicación, un momento en el que le acaban las matas a uno sin nada, sin intercambio, solo bala”. Para evitar caer preso o perder la vida, abandonó el “trabajadero” y se dedicó a deforestar. “Trabajaba con motosierra y hacía contratos de socolar”.
Por esa época, hace más o menos 15 años, sus hijastras entraron a estudiar a la escuela de la vereda El Paraíso y se volvió un dirigente veredal. En su trabajo de líder social comprendió las necesidades de sus vecinos y cómo la deforestación estaba secando los caños. También se relacionó con personas de ONG y entes gubernamentales que le dieron perspectivas distintas. “Ahí fue cuando me di cuenta de que un líder social también debe trabajar por el medioambiente pues si este se acaba, nadie vive”.
Con un poco de escepticismo incluyó su fundo en un programa de deforestación y le cogió amor a cuidar los bosques. “Me dije: ‘aquí toca dejar de tumbar y empezar a sembrar porque uno está tumbando demasiado’”. Ahora él es uno de los líderes más importantes de la forestería comunitaria. En su finca tiene un vivero y trabaja con diversas ONG liderando proyectos que buscan recuperar el bosque en Guaviare.
Vivir de los bosques sin acabarlos
Para salvar a la Amazonía, los habitantes de la región están recurriendo a la forestería comunitaria, una estrategia que busca crear oportunidades económicas a partir del uso sostenible de los bosques.
¿Qué es la forestería comunitaria?
Una forma de administrar los bosques para sacarles provecho de manera sostenible. Esta práctica no solo se remite al ámbito económico. También busca fortalecer aspectos sociales y culturales de las comunidades que habitan regiones boscosas.
Foto: Leonardo Numpaque.
En la forestería comunitaria son las mismas comunidades las que desarrollan los planes (en muchas ocasiones apoyadas por ONG e instituciones del Estado) de gestión de los bosques, de acuerdo con el conocimiento que ellas tienen de estos. En otras palabras, no es una plan o proyecto impuesto desde afuera, sino que nace en el seno de las comunidades.
Foto: Leonardo Numpaque.
En la forestería comunitaria se aprovechan los recursos maderables y no maderables de manera sostenible para comercializarlos. Esta estrategia demuestra que se puede vivir de la biodiversidad de la Amazonía sin destruirla.
Foto: Leonardo Numpaque.
La forestería comunitaria promueve la organización social de las comunidades amazónicas, ya que sus miembros se unen en asociaciones para emprender algún proyecto de este tipo.
Foto: Leonardo Numpaque.
Estrategias de forestería comunitaria
Cosecha de frutos amazónicos: los árboles de la Amazonía dan una gran variedad de frutos como arazá, uva caimarona, macambo, copoazú, cocona, aguaje, umarí, camucamu y asaí, que pueden ser comercializados o transformados en productos alimenticios, cosméticos, entre otros.
Foto: Santiago Ramírez.
Dos formas para fomentar la recolección de frutos amazónicos:
Foto: Santiago Ramírez.
Recolectar de manera sostenible los frutos en las zonas selváticas.
Sembrar árboles frutales amazónicos en zonas de reforestación.
Aprovechamiento maderero sostenible: Si bien la tala de árboles es satanizada porque se asocia con la deforestación, hay una forma de hacerla de manera sostenible. Luego de un inventario de árboles en una zona amazónica y de evaluar cuáles se pueden talar, se divide en sectores (por lo general en trece en adelante).
Foto: Santiago Ramírez.
La idea es que en el primer año se talen ciertos árboles del primer sector; en el segundo año, los del siguiente sector, y así sucesivamente. Cuando el ciclo se acaba, ha transcurrido el tiempo suficiente para que los nuevos árboles del primer sector crezcan. Comienza, así, de nuevo la tala.
Cercas vivas: La ganadería extensiva es uno de los motores de deforestación de la Amazonía, pero hay maneras de practicarla para reducir daños ambientales. Una estrategia es hacer cercas vivas, que consiste en cercar los lotes de las fincas con árboles amazónicos y de otro tipo como los destinados para productos de pancoger.
Foto: Santiago Ramírez.
Estas cercas, además de mantener en el sitio a un hato bovino, se convierten en corredores naturales para conectar distintas zonas boscosas, aumentan la fertilidad de los suelos, mejoran el microclima para los finqueros y sus animales, y reducen la tala de árboles en los bosques porque se convierten en fuentes de madera.
Viveros comunitarios: En sus fincas, sus habitantes establecen viveros de especies arbóreas que suplen las demandas de proyectos de reforestación o de las cercas vivas.
Foto: Santiago Ramírez.
Río Caquetá, límites entre Caquetá y Amazonas.
No se necesita arrasar con la Amazonia completa para que deje de equilibrar el clima del planeta. Con el 30 por ciento de su selva deforestada se pierde toda su funcionalidad y se inicia la carrera irremediable para convertirse en desierto. Los científicos dicen que ya 20 por ciento de los bosques de esta enorme selva fueron deforestados. Y aunque parezca increíble, hay esperanza. Sus habitantes se niegan a perder semejante tesoro biológico y cultural, pero necesitan ayuda en esta carrera contrarreloj.